Los gatos del Mercado Aldama

En la antigüedad los gatos eran adorados como dioses; ellos no han olvidado esto. Terry Pratchett

 

Es casi mediodía de un sábado cualquiera y mi estómago exige desayuno. Tomo asiento en una banca alargada de metal frente a Birria y Menudo Mendiola y desde ahí observo el panorama: láminas polvorientas, ventanas con rejillas mugrosas, cables de luz, tinacos Rotoplas y las columnas que sostienen el gran techo del Mercado Aldama. Así es la vista desde uno de los comercios más antiguos del lugar ubicado en el segundo piso. Vierto cebolla, orégano y limón al plato humeante que me acaban de servir. Preparo un taco y cuando estoy a punto de darle la mordida, siento una mirada. Levanto los ojos y me encuentro de frente con un gato atigrado, esbelto, con una letra M marcada en la frente. Otro gato un poco más grande con pelaje a rayas erizado a lo largo de la columna reposa detrás. Noto que le falta un ojo y la punta de una oreja e intuyo que quieren carne, o de perdida, un huesito.

 

 

El Mercado Aldama se encuentra en el Centro, entre las avenidas Miguel Alemán e Ignacio Comonfort. Junto al Descargue Estrella, su vecino de enfrente es uno de los mercados más antiguos. Coloquialmente se le conoce como Mercado de la Soledad por Nuestra Señora de la Soledad, patrona de los comerciantes y por su cercanía al Templo de la Soledad, el segundo construido en la ciudad. En su interior resguarda una gran variedad de locales en los que se vende calzado, ropa, comida, discos piratas, flores, productos esotéricos, hierbas medicinales, abarrotes y artesanías. 

 

 

Los gatos que tengo enfrente son en realidad gatas. La que no tiene ojo se llama Mia y la más pequeña también se llama Mia. Son madre e hija. Cecilia Mendiola, hija del dueño de Birria y Menudo Mendiola, es quien las bautizó. Cuida de ellas y de otros gatos que rondan por los techos de los locales. Me dice que no sabe cómo llegaron ahí, pero cree que fue un carnicero quien las trajo. Cecilia las lleva cada tanto con el veterinario y se encarga de alimentarlas. Ambas están esterilizadas, sin embargo, mantienen su humor bravío y no se dejan agarrar fácilmente. Para llevarlas a sus consultas utiliza trampas con alimento y transportadoras prestadas. Mia madre tiene un problema en los riñones y necesita cuidados especiales. “No le hacen daño a nadie, pero hay personas que no los quieren. Ya han envenenado a varios”, me dice Cecilia. 

 

Las carnicerías comparten pasillo con tiendas de artículos esotéricos. A la derecha bistec de ternera, molida especial, longaniza, cecina y chuletas; a la izquierda veladoras, figuras de la Santa Muerte, amuletos de protección contra el mal de ojo y jabón para la buena suerte. Al centro las marisquerías ofrecen grandes copas de coctel de camarón, tostadas de ceviche, ostiones y platos de Vuelve a la vida.

 

 

El Mercado Aldama, paradigma de tradición y abundancia, no está exento de los problemas que azotan a todo gran almacén: acumulación de basura, mal manejo de residuos y ratas. Poco antes del brote de Covid-19 la visita de estos roedores en los negocios se hizo cada vez más frecuente. Algunos comerciantes aseguraron que las ratas se paseaban por los pasillos, asaltaban los locales de alimentos, mordisqueaban frutas y verduras, comían flores y roían los cables de luz. La plaga terminó por atacar la psique y los bolsillos de los vendedores. Fue así que decidieron seguir el ejemplo de Enrique, empleado de Aguacates Álvarez, uno de los primeros en llevar gatos al mercado, por lo menos en la última década.

 

Cuco era uno de los gatos más famosos, personaje bien conocido por locatarios y visitantes. Enrique cuenta que las personas pasaban por el local de Aguacates Álvarez para saludarlo y tomarle fotografías, ya que gustaba posar encima de la báscula electrónica que terminó por convertir en su trono. 

 

Conocedor de su magnificencia se sentaba con las patas juntas, muy quieto, como un maestro Zen rodeado de aguacates. Grande, imponente y lanudo, se paseaba por el Mercado con ese despliegue de elegancia tan propia de los gatos, que parece, calculan cada uno de sus movimientos antes de realizarlos. 

 

Enrique cuenta que en una ocasión en la que el precio del aguacate subió por las nubes descubrió pequeñas mordidas de rata en varios de ellos, lo que implicaba una pérdida significativa de dinero. No lo pensó dos veces y le pidió a su esposa Verónica que llevara un gato. “Desde pequeño fue rebueno para cazar ratas. Hasta me lo pedían prestado de otros locales, sobre todo de las florerías, porque a las ratas les gustan los claveles y Cuco las mataba”. Verónica también recuerda con cariño al gato. Me comenta con una sonrisa que se lo regaló una amiga cuando era chiquitito y luego, con el paso del tiempo, se volvió parte del Mercado, también del Centro. Lo veían pasear por la noche cerca de la Fuente de los Leones o visitaba a uno de los guardias de seguridad del Mercado que vivía a unas cuadras de ahí. “Aquí todos conocían a Cuco. Se paseaba por todos lados. Esta era su casa” cuenta Verónica. Y así fue por nueve años, hasta que alguien lo envenenó, terminando con su última vida. 

 

El crimen contra Cuco representó un duro golpe para Verónica y Enrique. Por un tiempo se plantearon la posibilidad de no volver a adoptar otro gato y mucho menos llevarlo al mercado. Sin embargo, se dieron cuenta de que no solo estarían traicionando su devoción por estos animales, terminarían por rendirse frente al asesino. Luego del luto, que no fue un tiempo corto ni fácil, se decidieron por adoptar otro gato, y otro más. Así llegaron Timo, Cheto, Popis y Chester, los nuevos guardianes de Aguacates Álvarez.  

 

Al conocer a estos gatos recordé un artículo que leí hace tiempo en una revista National Geographic sobre los félidos de las marinas del mundo, considerados miembros valiosos de la tripulación. Utilizaban uniforme y recibían pago en especie por su trabajo como cazadores de ratas, un problema grave porque arruinaban la comida de la tripulación y propagaban enfermedades. Los gatos eran una solución barata y eficaz para controlar a las ratas y por el tiempo de convivencia con los marineros (meses o incluso años) eran considerados compañeros, camaradas. 

 

Chimichucky es otro cazador veterano del mercado. La vejez lo ha convertido en un gato manso que disfruta las caricias y se restriega en las piernas de toda persona que se detiene a saludarlo. Blanco y amarillo, lleva cicatrices de guerra en el rostro. El pelo sucio y esponjado lo hace ver más gordo de lo que realmente es. De vez en cuando a la hora del almuerzo visita el local de Aguacates Álvarez en espera del sobre de alimento blando que reservan con cariño para él.

 

Toxi, un gato blanco, jovial, de mirada vivaz protege el local 467 en el que se venden materias primas. Las encargadas de este comercio prefieren mantener a Toxi cerca, a la vista, ya que su entusiasmo lo lleva a realizar proezas peligrosas: brinca, persigue, quiere escapar, por lo que le han colocado un collar y una correa larga que le permite explorar los alrededores. Cuando pierde el interés por investigar, se recuesta sobre la mercancía o se asoma a la caja registradora como si fuera otro cliente. 

 

Todos estos gatos han hecho del mercado su Cour des miracles, esos barrios marginales de París donde inmigrantes y gitanos encontraban refugio. Algunos se balancean como equilibristas entre los tubos y las uniones de los techos de lámina y policarbonato. Gatos atigrados, amarillos, lanudos, tricolor se limpian las orejas con sus patas húmedas para deleite de sus admiradores. Se deslizan con naturalidad entre la “realidad” o, mejor dicho, el tramo de mundo que percibimos y ese otro sitio desconocido al que solo ellos tienen acceso. La soltura de sus cuerpos, su presencia misteriosa, la calma y seguridad con la que se apropian del espacio resulta fascinante. Sin duda, son un contrapeso elegante al caos del Mercado.

 

Tanto Verónica como Enrique sospechan de la identidad del asesino de Cuco y otros gatos. Cecilia Mendiola se ha acercado a asociaciones de protección animal en busca de apoyo para resguardar a estos animales, ya que considera que dentro del Mercado corren peligro. También contactó personalmente a la alcaldesa para darle a conocer la situación. En León las multas por maltrato animal van desde los 900 a los 24 mil pesos. No obstante, a pesar de todas las advertencias y precauciones que han tomado estos comerciantes, continúan encontrando alimento sospechoso en las techumbres. 

 

Según los irlandeses matar a un gato trae 17 años de mala suerte. En Egipto la pena por matar a un gato era la muerte. Heródoto escribió que cada vez que muere un gato «todos los habitantes de una casa se afeitan las cejas en señal de profundo luto”. Los gatos también aparecen en las dos grandes epopeyas literarias de la India antigua, El Mahabharata y El Ramayana. Así, a lo largo de la historia, distintas culturas han manifestado respeto y devoción por estos animales que han llegado a representar deidades, como la diosa Bastet en Egipto, guardiana del hogar y la casa o Li Shou en China, diosa de la fertilidad. 

 

Antes de abandonar el Mercado me dirijo a un pequeño local de ropa que se ubica junto a una de las entradas frontales, y esperanzada busco entre las prendas a Michu, hijo legítimo de Cuco. A diferencia de su padre, Michu es discreto y rara vez se asoma del lugar que le fue destinado. La semejanza física con Cuco es evidente, comparten los colores y el pelaje, así como la actitud de grandeza. El gato tímido pocas veces se deja ver; hay que estarlo cazando y eso le disgusta. Cuando lo observo me sostiene la mirada unos segundos y se queda muy quieto, entonces siento vergüenza por entremeterme en asuntos ajenos, cierro los ojos y en el acto desaparece. 

 

Más de una vez he fantaseado con Michu recorriendo el mercado de noche en compañía de los otros gatos, de los que han muerto a lo largo de años convertidos ahora en rayos de luz que se cuelan por las rejillas y se deslizan por los pasillos. Los imagino cazando sombras, jugando con partículas de polvo, brincando entre dimensiones sin decidirse qué mundo habitar.

 

 

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